Recuperación ¿cómo entenderla?
Saúl Escobar Toledo
Llegó el nuevo año, pero seguimos
igual o peor que en los últimos meses de 2020. La pandemia sigue desatada: las
fiestas de fin de año, la permisividad oficial y la lentitud de la distribución
de las vacunas parecen anunciar que la enfermedad seguirá causando estragos
durante varios meses en casi todo el mundo, particularmente en América, Europa
y partes de Asia como la India. Se ha requerido entonces redoblar las medidas
preventivas: nuevos confinamientos y
cese casi total de actividades económicas y escolares. Así las cosas, la recuperación
se ve todavía incierta y lejana.
Si en el frente sanitario podemos
esperar que los contagios vayan descendiendo gracias a estas disrupciones y a
un mayor número de personas vacunadas, en lo que toca a la economía la
situación requerirá también de una acción más enérgica de los estados y
gobiernos. Difícil que haya lugar para el optimismo sobre todo si se confía en
que las cosas se van a arreglar por la pura inercia de las fuerzas del mercado.
Por un lado, será necesario ampliar
sustancialmente los fondos destinados a
los programas de apoyo a las personas y empresas más necesitadas que ya se
echaron a andar desde el año pasado. Además, diseñar nuevas medidas que puedan
asegurar una recuperación más rápida y prevenir nuevas crisis.
Entre estas últimas, diversas
instituciones y especialistas ( por ejemplo el premio nobel Joseph Stiglitz), han
señalado la necesidad de que se haga uso de una cantidad de al menos 500 mil
millones de dólares de Derechos
Especiales de Giro (DEGs) por parte del FMI para echar a andar un programa de
ayuda para los países más pobres y en desarrollo que no abultaría las deudas soberanas y servirían para financiar
las balanzas de pagos y las importaciones necesarias para la alimentación, la salud y el mejoramiento del medio ambiente.
No puede haber lugar para la
confusión. La recuperación debe medirse con base en estos indicadores:
disminución de las personas enfermas; aumento del número y la calidad del
empleo; y un sistema productivo más verde.
Todo lo demás, como la deuda, la
paridad de las monedas, los mercados bursátiles, los déficits públicos y hasta
los puntos porcentuales del PIB, deben entenderse como asuntos secundarios o
meros instrumentos para lograr la ansiada recuperación.
De otra manera puede haber un regreso
simulado a la normalidad, recuperarando aparentemente lo perdido cuando en
realidad estaremos retrocediendo pues habrá mayor pobreza, desigualdad,
contaminación y una menor capacidad para prevenir y enfrentar nuevas
catástrofes.
En el caso de México lo anterior se
traduce en la necesidad de diseñar un programa de recuperación que hoy no
existe. No basta con la campaña de vacunación anunciada si no se mejora la
capacidad hospitalaria y la atención sanitaria de primer nivel. Una nueva economía
debe conducirnos a la producción de energía más limpias y otras medidas que
reduzcan la contaminación e inyecten vitalidad a nuevas ramas económicas. No se
puede confiar en que el T-MEC y las obras de infraestructura en curso vayan a
permitirnos recuperar los empleos perdidos si al mismo tiempo no se legisla en
materia de seguro de desempleo, subcontratación, plataformas digitales y
programas que apoyen a las familias especialmente a aquellas que viven de la
economía informal. No es suficiente una política salarial progresista, como la
que de manera atemperada se ha puesto en marcha, si no se reducen las brechas
regionales, de género y etarias.
Para abundar sobre el tema del
empleo, fundamental para la recuperación, hemos consultado el informe que la
OIT y la CEPAL publicaron a fines del año pasado, el cual reconoce que la pandemia
provocará “la peor contracción del producto de la región de la historia…, lo
que ha tenido y tendrá profundas consecuencias laborales y sociales”
(disponible en https://www.cepal.org).
Según este estudio, la existencia de
un sector informal muy amplio, sin acceso a seguridad social y, por lo tanto,
muy vulnerable, ha tenido y tendrá un fuerte impacto regresivo en los ingresos
y la calidad de vida de millones de personas. Además, los empleos formales también
fueron afectados ya que muchas personas fueron despedidas; otras conservaron su
trabajo, pero sufrieron una importante merma en sus ingresos debido a la
reducción de horas laboradas o a que fueron enviados a sus casas con la
modalidad de vacaciones no pagadas o licencias con salarios menores. El efecto de estas medidas fue más grave en
nuestro país debido a la ausencia de un seguro de desempleo
Un fenómeno destacable que arrojó
esta crisis fue la enorme cantidad de personas que se quedaron sin trabajo y
dejaron de buscarlo. Técnicamente dejaron de formar parte de la PEA (Población
Económicamente Activa) y se sumaron a la Población Económicamente Inactiva
(PEI). Afectó particularmente a las mujeres debido a su mayor presencia en los sectores
más impactados por la crisis sanitaria (servicio doméstico, restaurantes y
hoteles, comercio) pero, igualmente, a la prevalencia de una cultura machista
que las confinó, más que en el caso de los hombres, a cuidar a los enfermos, a
los niños sin escuela, a los ancianos y a las tareas hogareñas.
La crisis causó otra manifestación
novedosa: el trabajo asalariado se contrajo menos que el que se realiza por
cuenta propia debido a que estas labores implican, en su mayoría, un contacto
presencial, sobre todo en el sector informal. En México los trabajadores
asalariados se redujeron en casi 14% en el segundo trimestre de 2020 en tanto que
los que laboraban por cuenta propia representaron una caída de 30.9%. Este
descenso se ha revertido, pero a costa de una mayor exposición de estos
trabajadores informales al contagio, lo que explicaría en parte el crecimiento
del número de enfermos y fallecimientos.
Por otro lado, el estudio subraya las
consecuencias devastadoras entre los jóvenes: su tasa de ocupación se redujo en
mayor medida que otros grupos etarios. Esta
situación, señala el informe, ha sido un factor que ha acentuado “el cansancio
y la soledad (por lo que) los sentimientos de tristeza, miedo y angustia son más
frecuentes entre los hombres y las mujeres jóvenes”. Y advierte que: “cuanto
mayor sea el tiempo fuera de la escuela y del mundo laboral, mayores serán los
riesgos de precariedad y exclusión del mercado de trabajo a lo largo de (su)
vida activa”.
Para evitar estas tragedias, se
requieren programas orientados a mejorar su capacitación; y mantener y mejorar
políticas de transferencia de ingresos para los jóvenes que estudian y se
capacitan; los trabajadores adultos; y los hogares. De lo contrario, es sumamente
probable que los jóvenes se vean presionados a generar ingresos, principalmente
en las actividades informales, lo que restringirá las posibilidades de invertir
en su formación laboral.
Los últimos datos, ofrecidos por el
gobierno mexicano, muestran la lentitud
de la recuperación: en noviembre 2020 la población ocupada fue de 52.93% (en
relación con el total en edad de trabajar), un poco menor que en octubre e
inferior a las de marzo (55.76%). Además, la mayoría de las personas que
regresaron a trabajar lo hicieron en actividades informales. En lo que toca a
los empleos formales, el saldo de once meses, de enero a noviembre, fue de 369
mil 890 plazas perdidas, a los que hay que sumar, según expuso el presidente de
la república, las casi 278 mil que se esfumaron en diciembre.
Con este panorama, la recuperación no
se ve tan próxima ni tan segura. El estudio de la CEPAL-OIT subraya que: “La
crisis sanitaria ha puesto de manifiesto la importancia de contar con un sector
público fuerte y eficiente, con capacidad de reaccionar rápidamente ante
choques que acarrean fuertes impactos económicos y sociales”. La situación que
observamos en este inicio de año requiere que las instituciones del estado mexicano
redoblen sus esfuerzos, lo hagan pronto y con un proyecto comprensible.
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