Seamos claros: lo que sucedió el miércoles 6 por la tarde en el Capitolio de Estados Unidos fue un intento de golpe de Estado, incitado por un presidente sin ley que intenta desesperadamente aferrarse al poder y alentado por sus cínicos facilitadores republicanos en el Congreso.

Quizás era inevitable que el mandato caótico e incompetente del presidente Donald Trump terminara entre disturbios y gases lacrimógenos. Desde que el general británico Robert Ross le prendió fuego a la residencia del presidente y al edificio del Capitolio, en 1814, no habíamos visto una escena así en la ciudadela sagrada de nuestra democracia: una multitud enojada y desilusionada, llevada al frenesí por el propio Trump, que forzó su entrada hacia el Capitolio para interrumpir la certificación oficial de la derrota electoral de Trump


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